A veces quiero ser aquella estrella
que una noche de verano
me señalaste en el cielo
y me dijiste: “te la regalo”.
Aquella a la que prometimos mudarnos
cuando al fin podamos volar
para escapar de la tierra
y no volver jamás
ni en espíritu, ni en ángel,
ni en ser paranormal.
A veces quiero ser ella; la estrella.
Volverme transparente en los días
y, cuando todos duerman,
volver a brillar anónima y pasajera,
constelada y mitológica; estrella cósmica.
Ser ella, la estrella,
que sutil en el mar riela,
siendo norte de algún marino,
guía firme para su navío.
Ser la musa de poetas,
la luz de un beso enamorado,
destello suave en el cielo de verano,
fugaz en un instante acelerado.
Y en las noches de frío invierno
arroparme con un rabo de nube,
dormir con la nana de algún Querube
y rendirme en los brazos de Morfeo.
La estrella, nenúfar de cielo,
que a veces baje al suelo
para nadar reflejada en un estanque,
ondular en la corriente
de un pequeño riachuelo,
o deslizarme en la obertura de un brocal
para anidar en su profundidad.
Esa estrella, ni grande ni pequeña,
que aún después de dos mil años
de saberse ya extinta
su reflejo sigue llenando
un pedazo de cielo al caer el día.
Y, en un agosto cualquiera,
si ya no quiero ser estrella,
me transformaré en Perseida,
lágrima de San Lorenzo,
que cruce de punta a punta el cielo
para cumplir algún deseo.
Tan solo a veces
es lo que quiero.